EL PELUCA ARGENTINO
Por: El Chucho
Por el día del padre, mi hijo Pelota, el papá de Jotito, me regaló una camiseta de rayas celestes y blancas con la palabra "Messi" estampada en la espalda. Yo no entendí la alusión y rechacé el caballo desmuelado que me estaban ofreciendo, aunque llegué a dudar si aquello de "Messi" era algo así como "gracias" escrito en provenzal o francés con ortografía humalista. Pero luego me acordé de que eso es imposible porque Pelota es una bestia para los idiomas, las matemáticas, las humanidades, los negocios y la medicina humana. Y tampoco sabe usar un alicate. Le pregunté entonces, antes de tirarle un cocacho por bruto, qué significaba "Messi" y se rió desvergonzadamente, llamando a gritos a Jotito para que lo acompañe en la burla. Pasada la euforia, previas correhuelas, ambos me explicaron que Messi era la joven promesa argentina de este Mundial. Y hasta me enseñaron la foto. ¿Messi un jugador argentino? ¡Ridículo! Argentinos, lo que se dice argentinos, yo recuerdo algunos como el flaco Stabile, el impredecible Corbatta y hasta a Betis, el único gaucho que metió un gol en el mundial del 34 y encima era back central. Pero Messis no hay. Cuando me pasaron el video del gol de aquel elfo dando brincos en el césped me di cuenta de que las cosas en este Mundial seguirán de mal en peor si un duende se convierte en protagonista y un ario es suplente de un africano, que a su vez es suplente de un polaco en la selección aria. ¡Bah! por cosas como ésa empiezo a creer en la eugenesia.
Yo me pregunto: ¿Qué ha dado Argentina al fútbol? Nada, salvo la afeminada exhibición de sujetos de pelos largos y medias caídas. Y, obvio, ese famoso chester white recién capado que se contorsionaba en las gradas después de cada uno de los seis pepinos que los pelucas argentinos propinaron a unos gitanos sin carpa de circo. En mis tiempos, lo juro, los argentinos no eran así de retacos y pelotudos: eran arrogantes, sí, pero podían alcanzar la parte alta de un estante sin necesidad de un banquito. Lo mejor es que a los que realmente sabían chutar un balón se nacionalizaban de inmediato gallegos o tanos, como si quisieran corregir un error, y luego ganaban la Copa del Mundo con camisetas de color entero y no esas con listones que siempre me parecieron más propias para cortinas de viuda.
Argentinos hay por todos lados. Recuerdo a un porteño jeringa que soplaba unos tangos realmente tormentosos mientras cerraba la puerta de su cuarto en un conventillo al lado del Rímac donde el desgraciado desangraba sus cuitas. El cubil que llamaba "casa", por cierto, era un nido de arañas más apestoso que los cigarrillos que los amigos de Jotito encienden cuando piensan que la diabetes me ha subido demasiado y no voy a reaccionar en un par de días. El jeringa no solo jugaba fútbol, también era capaz de improvisar una parrillada con chinchulines y pellejos (aquellos que en las austeras épocas finales del oncenio de Leguía llamábamos "prepucio de seminarista" por lo estirados, paliduchos y desabridos). Aquel peluca argentino, mi amigo, se llamaba Guillermín y su lema era: "no hay carne que no mejore el chimichurri". Murió con un tubo gástrico drenando al interior de una bolsa de polietileno. ¡Qué buenos partidos compartimos con ese parrillero con acento de psicoanalista! Era centrofoward, aunque a veces se movilizaba a la izquierda como insider y desde ahí remataba unos chutazos sin glostora que dejaban su firma en los largueros o se estampaban en la cara de los guardapiolas; pero nunca dentro del arco. Cuando su compatriota, el pelado Alfredo Di Stefano, pasó por Lima para darse un braguetazo, lo vio por casualidad jugando en el potrero y le propuso que se vaya a jugar con él en el Real Madrid y haga dupla con Paquito Gento, la Galerna del Cantábrico; pero el quirquincho berrinchudo de Guillermín le dijo que de su buhardilla bajopontina no lo sacaban ni con facón ni con bandoneón. Se fue con las manos vacías el viojelete Di Stefano, y nadie entendió por qué aquel cebador de mates con bolsitas de té gastadas, más pobre que una muca, se había negado a convertirse en merengue y facturar sus milongas en pesetas. Hasta que unos meses antes de su muerte se confesó conmigo a cambio de que no le rompa a puñetazos la jeta por una arruga. Me explicó que antes de aceptar le había preguntado a Di Stefano si en el fútbol europeo se jugaba con suspensor, y como éste le dijo que sí, al peluca no le quedó más remedio que decirle que no. ¿Por qué? Porque su tercer huevo no se iba a encontrar cómodo en medio de tanto apachurramiento, dijo. Entonces le hice la pregunta que jamás debí hacer: "¿Tercer huevo?" Sin más palabras, con gesto dramático de cabaretera, se bajó la colcha hasta las rodillas y me mostró su virilidad, que consistía en un pequeño garfio con ligera inclinación sur y, debajo de ella, tres huevos perfectamente alineados. ¿Tres? En efecto, tres. Tres redondas criadillas, arrugadas y peladitas, que no pretendía airear en ningún vestuario y menos delante de gallegos. Cuando dejé aquella casa, mientras Guillermín se implicaba en el plan de unos pericotes que querían robar el queso de las ratoneras vecinas para tener algo que almorzar, pensé: "este parrillero con peinado de Gladys Sender es un engendro de la naturaleza como el ornitorrinco, los geiser, el pájaro jujuy, las secretarias sin medias de nylon y los curas que no piden diezmo". Ya en mi casa me aseguré de borrar de mi mente la agonía triovoide de Guillermín y me dije: "lo bueno es que nunca más voy a tener que ver tan raras albondigas en humano, animal, lepidóptero o monstruo". ¡Quién iba a decirme que unas décadas más tarde mi nieto Jotito iba a depararme una sorpresa aritméticamente idéntica! Pero sobre ese asunto es mejor correr un tupido velo porque, después de todo, es familia.
Tuesday, June 20, 2006
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2 comments:
Jajaja. Qué buen post.
A ver si el viernes Jotito muestras "el tres". Jaja
Que buena!!!!!
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